
Diego Suárez
Fue corajuda y a ella le debe su exilio en Pamplona. Haberse hecho un hombre a novecientos kilómetros de casa. Vista desde Mairena del Alcor, Navarra no quedaba a mano precisamente. Pero el pequeño de los hijos había visitado esa universidad en un viaje escolar. Era la cumbre del Periodismo; lo que el chico quería estudiar. Era lo que el padre hubiese querido.
Viuda reciente, Pepa le despidió en la Estación de Córdoba. Desbordándole para adentro la soledad, sin contagiar al chaval que echaba a volar. Adivinaba en él al heredero del abuelo Diego: por su época no técnicamente periodista, pero sí escriba muy activo con sus crónicas locales. Sí en lo nuclear por su vocación tan viva de viejo como cuando fue joven.
Así que el nieto traía la pulsión de serie y don Fidel Villegas terminó de abrir la espita. El profesor de Literatura abonó su devoción por las letras, le fogueó en Númenor y el plumilla firmó en la revista colegial sus textos primeros.
La beca del ministerio y el crédito educativo del Banco Popular cayeron como un maná en la familia. Así sí se podía pagar la matrícula de la facultad. La opción pamplonica era prohibitiva, amén de un engorro con diez horas de viaje para el muchacho. Tan inevitable y emocionante se complicaba la vida. Inexorablemente subió al tren.
Dio con su inocencia en pisos de estudiantes, todos con más edad y mucha mili. Exprimió el barrio de San Juan y le cogió el gusto a aquellas latitudes, sin perder la vez de fletar un autobús de colegas dirección Sevilla tan pronto como se encartó: soltó al rebaño en la Expo, -la excusa-, y se escapó a ver a su madre. Ni pisó La Cartuja.
Allá en el exilio tropezó con un cartel: “Se buscan voces para coro rociero”. Si al reclamo no acudía él a ver quién por aquellos lares. Así conoció a Juan. Estaba junto a un bafle que reventaba por Camarón. “Soy de Espartinas City, ciudad sin ley”, se presentó su, desde entonces, amigo Valderrama. Juan le confió su primicia, de expatriado a expatriado: había localizado un bar en Pamplona con Cruzcampo. Sellaron su hermanamiento, pellizcados por el flamenco.
La suya fue una Estafeta sin Sanfermines. Picaba billete conforme finiquitaba junio, siempre con prácticas ya agendadas. Echó los dientes en RNE en Sevilla, donde mandaban Rafael Rodríguez y su pipa. Lo arroparon como tribu Secundina García, Lourdes Alonso, María José Carmona. Y junto a ellos se supo en su elemento.
De la bulería a la seguiriya
Los veranos batiéndose el cobre le llevaron también a Radio Popular de Jerez. Con su bisoñez, y por razones peregrinas, terminó presentando una actuación de las Mama Chico en Sanlúcar. Para el Tutti Frutti de sus memorias se queda. Las crónicas desde el Festival de la Bulería de Jerez equilibraron la balanza. Entre aquellas andanzas y los disgustos del Motorola, -los trances de las primeras conexiones en directo vía móvil-, el becario alcanzaba septiembre curtido, con las espaldas como los estibadores del puerto.
Vio hundida su carrera, aún fugaz, aquella madrugada de camino a la emisora, ya en Sevilla. Que nunca había sido tan largo el camino hasta González Abreu. Llave en mano, sacudiéndose aún la farra de la noche anterior, llegaba una pizca tardísimo. El más sevillano de los Iñakis, incólume en el portón del número 6; a ver si a su merced le parecía bien llegar antes del alba y abrir Radio Sevilla. Hasta Canalejas alcanzaba el olor a fresco del jefe. Dobló la esquina. En segundos se preparó para el sopapo sin manos y el ostracismo: “Lo siento muchísimo”. Hubo clemencia: “Qué me vas a decir si estos horarios son… pornográficos”.
De Gabilondo aprendió cuán difícil es, estando comprometido con el oficio, que te metan un gol a las nueve de la mañana. A las diez, sabes latín. “Cuéntame algo que yo no sepa ya”, retaba el líder a su tropa al pintar la escaleta en la amanecida. Iñaki se desayunaba el índice Nikkei, recibido por fax, y engrasaba a la alineación cada día, sin tregua. Enfilados en el servicio público constante.
Envenenado felizmente de la radio junto a nombres del calibre de Salomón Hachuel, Sonsoles Ferrín, Valentín García, Juan Carlos Blanco o Pedro Preciado, le convidó PRISA a ese puchero a fuego lento que es para él un periódico. Con todos sus perejiles de profundidad y contexto; de hondura. Una seguiriya, diríase. La de El Correo Andalucía sonó por más de una década para él. Llegar a dirigirlo fue, con sus malos tragos, un honor; su cierre, ya en la distancia, un desgarro.
Actual director de Contenidos de la cadena SER en Andalucía, ha hecho de todo en la Casa, donde sólo le falta tocar el piano del patio; ese que El Loco de la colina ordenó pintar de blanco Titanlux, a juego con su otrora níveo estudio.
Persevera en la bulería infinita del despertador a las 4.30, la radio en el coche, el boletín; incrustado el auricular así vaya de paseo o al tajo. Siempre al quite y con ritmo. Al compás. Pues, hoy por hoy, no conoce mejor manera de estar en el mundo ni de ser.